Archivo Lalicuadora: Viajé a la montaña y me encontré (octubre 2018)
No me gusta mucho cómo suena conceptualmente decir que fui a Bariloche a “reconectar conmigo misma”. Una parte de mí (la más cínica, supongo) considera que es una frase new age que tranquilamente podría decir Nazarena Vélez en una nota para revista Caras en la que cuenta que se fue de vacaciones al Sudeste Asiático. Me molesta la idea de que algo que tan mío y verdadero, como la solitud y la introspección, pudiera percibirse hacia afuera como banal y plástico; pero al toque pienso ¿y a mí qué carajo me importa cómo suena para el afuera la interpretación de mi experiencia? Lo cual me remonta a un círculo medio vicioso / medio virtuoso alrededor de uno de los grandes temas que me trajeron a Bariloche: me importa un montón la imagen que se hacen los demás de mí. Culpo por eso en gran parte a ser una sana hija de las redes sociales, una millennial con smartphone sobreacostumbrada a la gratificación instantánea del like: me pasa algo gracioso y no termino de reírme que ya estoy tuiteándolo para mis seguidores; pido algo rico en un restaurant y no pruebo bocado sin antes inmortalizarlo para subirlo a stories (al menos hay que agradecerle a Instagram por este feature, que me liberó de la obligación casi moral de compartir todo en mi perfil); me siento linda y subo una selfie (la elegida entre otras veinte descartadas, claro) porque no me alcanza con mi propia validación, sino que necesito también acumular la de los demás en forma de likes. Y si pasan los mil ahora sí, era verdad que estaba linda. Pareciera que si no subo algo a internet no pasó del todo, como si su existencia necesitara de una aprobación virtual para terminar de dar forma y convertirse en un hecho real y consumado. Y sé que este es un re white girl problem, pero no por niña blanca pierde su dimensión de problema: me molesta necesitar tener el teléfono siempre al alcance de la mano, sentir ansiedad las poquitísimas veces que me lo olvido en casa y estar disponible para todo y todos a cualquier hora en cualquier lugar. ¡Me irrita! Me enferma sentir que estoy constantemente rodeada de gente y ruido y más aún me molesta encontrarme a mí misma buscando la manera de agradarle a esa gente y a ese ruido. Y sé que trabajando con redes sociales y dependiendo la mayor parte de mis ingresos de Instagram estar protagonizando este rant es bastante insensato de mi parte, pero ¿tan difícil es encontrar un balance sano que saque la A y la B y deje solamente el uso?
Un tiempo atrás me inventé una técnica de desintoxicación digital que anuncié demasiado pronto como exitosa porque, si bien me sirvió bastante los primeros meses, con el tiempo terminé decantando en mis hábitos virtuales de siempre y la dejé de aplicar. Esta vez, tras sentir que estaba pasando demasiado tiempo lustrando mi brillante armadura mientras me refugiaba en su interior, sentí el impulso de reconectarme con mi naturaleza salvaje (la del bosque, la del Universo, la de todo) y me vine sola a Bariloche. Y acá estamos.
Escribo esto en lápiz sobre un cuaderno artesanal de hojas color crema y tapas de cartón. Estoy en una casa de té chiquita y acogedora, hecha enteramente en madera, y a través de los enormes ventanales veo lluvia, pinos, montañas y la inmensidad del lago Nahuel Huapi. Tomo a sorbitos un blooming tea de jazmín, de esos que son un capullito que se abre lentamente al ponerlo sobre agua caliente. Me distraigo viendo los capullos abrirse en la tetera mientras el calor asciende a mi cara en forma de vapor. La vajilla tiene florcitas, me parece hermosa y delicada y combina perfectamente con la tetera de vidrio transparente y su mango de bambú. No le saco una foto a la escena, elijo narrarla con palabras y que el eco fiel de esa materialidad quede impreso en mis retinas y en las de nadie más. Es domingo, son las cinco de la tarde y desde el viernes a la noche tengo desinstaladas todas las apps de redes sociales y mensajería del celular. Decidí mantenerlo así todo el fin de semana, y se sorprenderían de lo mucho que me viene durando la batería.
En este tiempo de (¿des?)conexión noté cómo mis pensamientos se iban haciendo cada vez menos frenéticos, más pausados y menos ansiosos. Empecé a perder lentamente el reflejo de agarrar el celular para tapar cada segundo de pausa, cada intersticio entre estímulo y estímulo. Volví a escuchar a mi voz interna, la dejé contarme cómo se siente y qué piensa de los acontecimientos que nos rodean. Leí mucho, cociné rico, caminé por el bosque, dejé que la lluvia me mojara la cara (cliché vos) y hasta recorrí un circuito de 27 km de montaña en bicicleta. Esto último jamás pensé que podría hacerlo y sin embargo pasó, pude. Y sobre el final del recorrido me paré sobre una roca a orillas del lago Moreno, cerré los ojos, escuché al mundo y le di las gracias. Lo hice en voz alta, para que me escucharan las piedras, el agua, los peces, las algas, el musgo, los árboles, la tierra, los gusanos, las hormigas, los pájaros y sobre todo para escucharlo yo. No necesité interrumpir el momento y subir un story para hacerlo real, fue una de las cosas más reales que sentí en años y es mía para siempre.
Me siento en paz en este silencio analógico que creé en la montaña, pero la vocecita adentro mío me dice que no tengo que bajar la guardia, que este proceso recién empieza. Que cuando vuelva a Buenos Aires, al trabajo, a los mails, a los posts, a los tuits y a los retuits, tengo que aprender a poner pausa de a momentos y recordar las verdades que me susurró el bosque. Los griegos hablaban de la sofrosine, una palabra con una carga muy linda que significa la moderación en todas las cosas, el autocontrol y el equilibrio como oposición al hybris que es el exceso, la desmesura y el desenfreno. La solución definitiva a la fiebre digital no creo que sea dejar de usar celulares, o abandonar para siempre todas las redes sociales, la clave para mí es la misma tanto en lo digital como en la comida, el vino, el trabajo y el romance: la moderación. ¿Vuelvo al régimen de las 21hs? ¿Corto con las redes sociales y la mensajería instantánea todos los fines de semana? ¿Activo el medidor de uso de pantalla en la nueva actualización de iOS? Todas son alternativas de solución válidas y el camino para alcanzar esta armonía es personal e intransferible, como las tarjetas de invitación. En El caballero de la armadura oxidada el rey dice que “soy lo suficientemente sabio como para saber cuando estoy atrapado, y también para regresar aquí para aprender más de mí mismo”. En mi caso el aprendizaje arranca nuevamente a orillas del Nahuel Huapi y continúa indefinidamente en todos los lugares a los que vaya de ahora en más. Porque si hay algo de lo que estoy segura después de este fin de semana es de que me encanta este silencio analógico y que voy a hacer mi mayor esfuerzo por (no) escucharlo más seguido.